Vivencias de amor y fe en un barrio duro

Hermanas María Crisina Keiner, Paula Sniti y Myria Isabel Gette, aseguran que para entender los vínculos en los asentamientos hay que ir a sus viviendas.

El compromiso de tres Hermanas Misioneras Siervas del Espíritu Santo que recorren las villas de Ludueña (Rosario – Santa Fe) entre robos y violencia. Las religiosas no se rinden y buscan combatir los prejuicios que signan la zona.

Un grupo de Hermanas Misioneras trajinan desde hace tres años los impenetrables y complejos pasillos del barrio Ludueña (Rosario). Allí generan vínculos, impulsan proyectos y caminan las calles polvorientas hasta que entra el sol, tratando de penetrar los códigos del lugar que parece signado por robos, muerte y violencia. Optaron por los «pobres y marginados» y viven entre ellos porque les duele que haya tantos jóvenes «enfermos de falta de amor, no tienen trabajo, no le interesan a nadie y en la casa sobran», describen con precisión de especialistas. Ya tienen nueve sitios en la zona norte de ese sector delimitado por las vías del Ferrocarril Mitre, Provincias Unidas y Juan José Paso, desde donde sienten que a cuenta gotas, a pequeños pasos, algo va cambiando, aunque admiten que el horizonte sigue siendo tan lejano como intenso es el compromiso.

Myria Gette, Crisina Keiner y Paula Sniti Naisaban, forman parte de la Congregación Misioneras Siervas del Espíritu Santo y viven en comunidad en una sencilla y acogedora casa de la zona donde la calle Vélez Sársfield se encuentra con las vías del Mitre. Dicen que se trata del estilo de los primeros grupos de cristianos, «pequeñas familias, iglesia hogar». Llegaron el 26 de julio de 2008 y del barrio sólo conocían el trabajo «del Pocho (Leprati)». Fueron convocadas por los curas de la orden salesiana porque en el lugar estaba haciendo falta una base «femenina» y articulan su tarea con la enorme presencia que el cura Edgardo Montaldo tiene en la zona.

Lo primero que hicieron fue buscar referentes, salvoconductos para hacer pie en un lugar donde la vida cotidiana se codea con peligro, piedrazos, adolescentes con fierros y cuchillas y el desamparo sobrevolando por sobre todas las demás carencias. «Nuestra misión aquí es tan diversa como lo son las situaciones sociales y económicas del lugar», aseguran las misioneras que trabajan al estilo de las Comunidades Eclesiales de Base.

«Aquí la creatividad debe ser grande y sujeta a cambios y sorpresas, a veces nada resulta y a probar otra cosa», comentan las mujeres paradas sobre los rieles, seguras y afables en un lugar esquivo. «Nuestro trabajo comienza a partir de acá», dicen con el fondo de un tren que se aproxima, uno de los tantos que estremece las casillas de chapa. Cuesta creer que el entorno se sostiene sobre la desmesura de la escasez.

Palabra y acción

¿Cómo se vinculan con ellos, de qué les hablan en un lugar tan duro? Tejer la trama donde después poner una palabra, una reflexión o un aliento es difícil y, sobre todo, lento. Las Hermanas no se rinden, una y otra vez invitan a charlar. En esa confianza incipiente comienzan las acciones como pequeños talleres. Y ahí llega el asombro que gratifica tanto sol, tanto frío, tanta indiferencia.

«Ellos descubren que son capaces de hacer cosas, que los brazos cruzados y la inactividad son cuestiones culturales y no la marca en el orillo de un grupo social», relatan las religiosas, mujeres maduras acostumbradas a combatir prejuicios en otras realidades de igual dureza en las que estuvieron misionando.

Y aseguran que las primeras que se suman a la acción son las mujeres. «Es la mujer la que resiste y la que desesperadamente busca ayuda para sus drogadictos, para un hijo que está enfermo, por el marido que se fue o la falta de trabajo, frente a todos los problemas sociales es ella la que se brinda», analizan.

Además, cuentan que contra la vía, en asentamientos difíciles de transitar aun para la policía, viven paraguayos, chaqueños, correntinos y santiagueños, entre otros gentilicios, con sus culturas, costumbres y modos de expresar la religiosidad. «La droga circula sin límites. Las muertes de jóvenes por violencia y venganza son lo más triste y frecuente; sus madres no los pueden contener, es nuestra gran preocupación», explican.

Y dicen que el robo y la adicción llegan demasiado temprano a la vida de los niños, hecho que viven como la interpelación más brava. «Estas situaciones límites nos desafían a un nuevo aprendizaje, cuál es el camino, qué podemos ofrecer», se interrogan las Hermanas y dicen que trabajan en red con capacitadores y profesionales. Juegos, entretenimientos y canciones, además de talleres que articulan con programas que llegan desde la provincia (Seguridad Comunitaria y Economía Social) y de la Municipalidad (Economía Solidaria), saturan la agenda del trío de fe.

Cara y ceca

«Acá vive gente buenísima que quiere capacitarse para trabajar, mejorar su situación, más allá del prejuicio que se tiene sobre las villas. No todos son vagos y nuestro trabajo es que crezcan en dignidad y hacer que sientan que valen», argumentan. ¿Cómo se vive la marginación? «Con dolor, con bronca, con la autoestima por el suelo, piensan que no sirven para nada, hasta tienen que mentir para buscar trabajo», relatan.

«¿Qué voy a decir, que vivo en la vía, mi casa es una basura? Quisiera vivir en otro lugar”. Así nos recibió un día uno de los adolescentes», dicen Crisina, Myria y Paula. Y aseguran que para entender los vínculos en los asentamientos hay que incluir a sus viviendas. Un par de chapas, apenas una o dos camas y frazadas en el suelo para dormir amontonados. Una casa sin la sensación protectora del adentro. «Allí ni pueden estar sentados todos juntos al mismo tiempo, no hay lugar, no hay actividad posible sin contar que cuando llueve se llenan de agua, se sienten incómodos en sus casas», describen.

«¿Se entiende ahora por qué la vida transcurre afuera?», preguntan las Hermanas. Expulsados del confort del hogar, viven en el afuera, deambulan, se juntan. Dueños de un no lugar que configura conductas y envuelve como callos galvanizados a las percepciones. Como contrapartida, las misioneras ofrecen lugares y participación. «Adonde haya algo para hacer, ahí los invitamos», enfatizan. Las Hermanas nutren la charla con anécdotas hondas. «Una mamá vino desesperada porque no estaba su hijo de 16 años, lo encontró preso, había robado con un arma y me preguntó cómo podía ayudarla», cuenta Myria. Los testimonios son una antología de vidas que se consumen o que explotan en tragedias. Un sino del Ludueña profundo, el mayor desafío de las misioneras.

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«Los chicos están enfermos por la falta total de cariño»

«Tienen 12, 14 o 15 años y están marcados». Así describen las Misioneras Siervas del Espíritu Santo a los jóvenes de los asentamientos del Ludueña (Rosario). Son los rastros de viejas heridas en la zona de Teniente Agneta y Humberto Primo. En ese lugar tienen una de sus comunidades de base.

«Un chico tiró una piedra, rompió un parabrisas costoso; el hombre se bajó del auto y lo golpeó mucho; de pronto el joven le dijo: yo te conozco, le compro droga a tu papá», relatan las misioneras. La referencia pública resultó fatal, el conductor se enfureció y regresó con un arma y un policía. El muchacho golpeado se había esfumado en un carro cartonero que pasaba por ahí.

A las Hermanas ya les robaron varias veces, hasta la documentación del auto (un modelo sencillo para trasladar equipos). «¿Qué te parece, podemos seguir trabajando, cuál es tu opinión?», cuenta la Hermana Myria, que decía el cartel que plantó en uno de los postes contra la vía. El mensaje buscaba un diálogo, un interlocutor que quisiera poner en palabras la bronca que desangela a los adolescentes que delinquen.

«Tienen bronca, por cómo viven, por ser despreciados», explica la Hermana Crisina y dice que apenas los roza el cariño, los rudos guachines se transforman. «Les digo loquitos, me siento al lado, los abrazo, les digo ‘qué lindos ojitos tenés’, ellos buscan que les diga algo que no sea el rechazo», cuentan.

En la comunidad de base Sagrada Familia, Casilda y Teniente Agneta, funciona uno de los proyectos articulados con la provincia y la Municipalidad. «Les damos oportunidad a quienes tengan un programa para que vengan a trabajar», puntualizan las Hermanas. Allí un grupo de seis jóvenes que lucha contra la adicción, levantó un horno y se está capacitando para hacer pan y pizzas. El conjunto inicial era más numeroso, pero quedó reducido por la rivalidad. La enemistad se zanja de manera dura, a veces, a balazos limpios.

«Es terrible el problema de las bandas, en la venganza no importa quien caiga, es uno por uno», dicen y cuentan sobre los velorios de chicos del barrio. Un día habían robado y pasaba un patrullero. Un chico dijo “Hermana, no vayas a decir nada porque te están espiando a ver que hacés», relata la Hermana Myria en un aguafuerte para el asombro.

Pero aclara: «Eso sólo pasa cuando están zafados (drogados). Ahí no son ellos, no reconocen a nadie, a veces puedo manejar la situación, no cualquiera lo hace porque les tienen miedo». Además del horno, hay talleres de crochet, macramé, muñecos soft y telar, y una huerta que ya lleva un año de gestión. También una bloquera y arreglan y alquilan bicicletas. «Se ponen chochos cuando hacen cosas», explican.

Los hombres mayores del asentamiento no participan de las actividades, no se los ve, trabajan como cartoneros o en hornos de ladrillo, hacen changas, seleccionan basura y venden lo que encuentran. Casi todos los hogares reciben la asignación universal por hijo o algún plan asistencial.

¿Hubo algún cambio al respecto? «Si, van a la escuela, están mejor vestidos y calzados», dicen las religiosas que quieren sentirse una más del pueblo y vivir parecido, como lo hacen con sus jubilaciones de docentes.

En la despedida hubo una última pregunta: ¿Volverían a elegir su misión? «Sin duda es una vocación, hay que sentirla, no es para cualquiera, pero con esto la gente se siente menos sola, tiene necesidad de que alguien la acompañe», dicen a coro mientras saludan en la puerta, en una calle más del populoso Ludueña.

Fuente: Diario La Capital, 11/12/2011